ESTETOGRAMA: 4:15 – 5:29
Por Gloria Eugenia Taborda
El reloj chilla todos los días de lunes a viernes a las 4:15 de la mañana, hora del conticinio, hora querompe con las más oníricas imágenes y despierta al silencio. Es día y es noche. Día por la hora, noche porque la oscuridad se hace más profunda, es madrugada cargada de ausencia. La ventana me habla de esta profundidad, me gusta asomarme a ella para ver las estrellas que aun pueblan la bóveda celeste. Por estos días siempre hay varias estrellas que se asoman, y creo que me asomo a la ventana en el día a día para ver una estrella fugaz y pedirle un deseo. Todos los deseos son íntimos y por ello, secretos.
Mis pies entonces calzan el frío de las sandalias y se dirigen a la lámpara que se enciende a un apretón de mis dedos, me gusta el color que en estas horas le da al ambiente, parece que no quedo contenta, enciendo la otra. Dos luces diferentes, pero dos luces que guardan intimidad para conmigo. La cama debe quedar sin las huellas de una noche de descanso, por eso, y antes de abrir la puerta, todo queda en completo orden. Desde la puerta evalúo la recién acabada tarea.
El calor se ha pegado a mi cuerpo, esa ducha de agua fría lo mitigará en contados segundos. Siempre me pregunto por qué tantos se arredran ante el agua fría, si cae por el cuerpo como un bálsamo luego de una noche de piyama y sábana. Cae en una pierna, en los brazos, en el pecho, la espalda, la cabeza. Refresca, quita el calor de este cuerpo cuyos calorcitos cósmicos se siguen aferrando a la piel, a la ropa.
Siempre me preparo un desayuno para más tarde. No piensen que a estas horas mi estómago recibe alimentos sólidos, agua sí, esas otras cosas con que nos alimentamos los que vivimos en esta ciudad (una arepa con queso), no. Vaya que me puede el escrúpulo, confío en mi cocina, en las viandas que guardo en la nevera, en las manos, las mías que preparan lo que deglutiré. Envuelvo cuidadosamente mi alimento matutino, como si fuera un regalo con papel de colores, mi sutil alimento, y lo guardo. Unas horas más tarde será presa en mi boca.
Mis ojos de nuevo se fijan en el reloj, son las 5:16 minutos, hora de salir, de darle vuelta a la llave y encontrarme con el silencio de los árboles, hora de transitar los caminos todavía encendidos por las lámparas de la noche, de escuchar de cuando en cuando el sonido de un reloj despertador que debe estar desperezando a un cuerpo que ha dormido unos minutos más que yo. Llevo el ritmo de mis pasos, siempre llevan igual kilometraje, todo calculado hasta que llego a la avenida Guayabal. Ya los carros, los buses y las motos pasan raudos aprovechando que a estas horas la censura del tránsito no está. Y un olor a aceite quemado por muchas frituras empieza a aporrearme la nariz: palitos de queso, empanadas, papas rellenas y muchas cosas más se fritan en esas grandes sartenes expuestas al polvo, al hollín de los carros y la grasa de la fábrica de jabones que sirve de punto de venta. Y los clientes son los obreros que se aprestan a tomar el turno de las 6:00. Sus manos están ataviadas con un vaso de café y cualquiera de esas frituras. A pocos pasos me espera el Metro, pero antes de él, la gente que desciende a toda prisa, casi corriendo por esas escalas eternas y que a cualquier hora hacen doler las piernas cuando se suben o descienden. Me espera el puente, me espera la plataforma. Son las 5:29 y a lo lejos se ve el indicador naranja.
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