Por Farid Villegas
Bohórquez
¡Oh, mi amada Medellín,
ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se
hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en
tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules, como ojos de
gringa.
Medellín a Solas contigo.
Gonzalo Arango.
Cuando escucho la palabra bitácora vienen a
mi memoria reminiscencias de puertos, radas y rutas adentradas en la mar de un
tiempo de infancia. Recuerdos de José
–el abuelo eterno, el marinero, el timonel- con acantilados y tierras que
llevaron mi imaginación a la nación de los piratas en que se transformó para
ser lo que nunca alcanzó. Sin embargo
ese no es el caso de este relato. Los
ruidos que aquí se escuchan –esas continuidades en las ondas del tiempo- no
emergen de los navíos mercantes que atracaron por las radas de Cartagena de
Indias. Es, en la prolongación, el ulular grave de la sirena de algún un tren
que se aproxima en recuerdo indeterminado.
Sí. Sólo con ver la locomotora
–incólume a los años en su eternidad de hierro- se puede hacer la parafernalia:
una ciudad que se empina en los albores del Siglo XX, con los Nuevos cuyos
poemas estriden bajo el tinglar de las calderas. Medellín, despierta y crece en el fulgor de
un sol plano hoy a las 8 horas del día 15 de marzo y es 2013. Alguien –cuenta la postal- cortó de tajo la
Estación y dio paso a la muestra.
De las
fisuras hacia occidente, la imaginación construye el mito. “Era hermosa y de una arquitectura…” Las
voces –que a su paso van y vuelven, que se rosan y se cruzan- dan paso a la
realidad con fragmentos de historia, con deducciones lógicas o con imaginarios.
“Allí estaba… El arquitecto se equivocó en la precisión del panton … Sí, eso
los colores, la textura. Perfecta
escultura de gratitud al personaje”.
Mientras tanto; la estatua vertical y panorámica de Francisco Javier
Cisneros, pone el índice señalando Occidente.
“Allí y allá… estaba y era como”; La voz académica de Paolo, dribla en
los oídos. Él sabe ir del volumen
historiográfico al cuento en la costumbre.
Pero, esta ciudad no tiene otra posibilidad más que pretérito en la
diáspora. Pese a todo, no sucumbe; se
puebla la perspectiva rectilínea de Carabobo y es en el sopor de las 9 de –en la
mañana aún- un río humano variopinto y con urgencias.
Las gentes van y vuelven, se cruzan, se
detienen, se miran, repelen, se reúsan, se cansan se sientan, se paran y
siguen, se engullen, se huyen y se tocan, bordeando a su paso; El Vásquez y el
Carré. 1896. “El arquitecto fue Carré”. ¿Quién puede vaticinar que suerte de aventura
lo trajo a estas estribaciones del sur de América, justo a las crestas de esta
ciudad andina? No lo creíamos. Al norte,
siempre al norte y diagonal, ahí estaba prevaleciendo entre moho y la estrechez
arquitectónica, el edificio legendario y estomacal. Ha perdido el nombre y la
fachada, pero allí, dentro de esos compartimentos, nació Sal de Frutas Lúa.
Vamos, surge una voz entre el bullicio. Si es
verdad, la ciudad no está ahora para tolerar el tiempo, menos para hacer pausa
rememorando estampas pintadas de sepia.
A lado y lado del estrecho pasadizo que sirve de avenida peatonal,
almacenes y más almacenes. Las fachadas
de las que cuelgan mercancías y gentes que pregonan, no se ven, no existen
mientras el ruido crece en el sopor de un bochorno a las 10. Ese ruido deslizante se apropia y crea otras
cotidianidades. Otra cosa lo fue cuando
en 1996 rodó por vez primera el Metro.
¡Ah! La cultura metro. A sólo 10 metros de la Estación San Antonio,
la gente es distintas. Dentro y fuera,
dos mundos en oposición. Acá el ruido,
allá dentro la sociedad discreta y un agente de policía que cruza la pasarela
luciendo con donaire el uniforme mientras sujeta firme y resuelto su negro
bastón de mando. Como ciudades en la coincidencia de tiempos duales y
simultáneos la turba va. Por arriba y
por debajo; hasta que alguien, por curiosidad oprime el botón rojo, y el metro
se detiene emitiendo un ruido largo como un flato. La marcha continúa después de unos
minutos. La marcha nuestra por su
puesto. Sucede que ahora somos turistas
y de todos los lugares la gente nos ve.
Somos la semblanza de una vez primera, tal vez, para algunos la primera
vez que ponemos los ojos en el detalle para dar cuenta de la grieta. Si, esa ruptura resiente de un pasado que fue
apenas y un presente de urbs ambivalente. En el parque de San Antonio, caen
nuestras miradas fracturadas sobre el pájaro de bronce. Poco después del asombro es posible leer los
nombres gravados en el frontispicio de la escultura: el golpe supera la palabra
y esta se ha hecho sorda en la evocación del ser. “Murieron aquel día …”. Alguien pronunció un número y … Eso basta:
entre la cifra y el nombre habita la palabra olvido. Territorio/territorialidad, conflicto y el
Medellín de los 90. La tragedia va de la
academia al expresionismo y al final la Ley de Víctimas. Nada para reparar, los que reparan no están;
duermen el sueño eterno de Morfeo en Campos de Paz. Ahora apresuramos el paso. El sol pica en la piel, la movilidad se
obstruye, el grito en los altavoces, estridencias y más ruido pululan afirmando
esto que llamamos vida, mientras vamos por los laberintos de esta metrópoli,
hasta El Parque de Berrío. Pero el
Parque no está, en su lugar se levanta la Estación de su nombre y el reloj en
el centro, indica las 11. Como agua y
aceite se mezclan el ruido con las guitarras.
Grupos de campesinos bailan al ritmo de carrascas y estribillos, en la
parte plana y alta de la plataforma. Es
como si se hubieran traído los pueblos a reinventar su pasado aquí. Más acá, donde se extingue lo que quedó de
parque, está el gravado de la memoria precolombina, homenaje a los primeros
habitantes del Valle. Pero allí, el olor
a excremento apesta; porque los paseantes han convertido el lugar en baño
público. A pocos pasos y cruzando por el
pasaje de Flamingo –el flamante almacén que fía porque en vos confía- nos
detenemos a mirar el mural de la raza antioqueña del maestro Pedro Nel
Gómez. La evocación es como para
entender la paradoja de que aquello que la ciudad se traga, el arte lo pone la
pared. Después –sólo unos minutos- sucede que la ciudad cambió de nombre:
Botero. Al fondo de esta concurrida plaza está el museo antioqueño, que también
le llaman Botero. Todo allí es
Botero. La gorda y el gordo son Botero,
las firmas en los bustos de bronce son Botero, La pintura en la pared del
Nutibara, es un Botero, Botero ha donado las esculturas y de Botero es la
bondad de tener un parque como este, aunque en los billetes con que se pagaron
los impuestos para hacer este homenaje a Botero, jamás escribirán nuestros
nombres. Por el sendero de Maracaibo, una estrecha calle, subimos –algo extenuados-
hasta alcanzar el pasaje de Junín. ¿Qué
puede ser más legendario en Medellín que Junín?
Junín tiene verbo propio y es femenino: “juniniar”, que según la
academia del parlache antioqueño significa “mirar vitrinas aunque no haya para
con que comprar”. Por este pasaje, la
ciudad está tachonada delicadamente por venteros ambulantes que no deambulan
sino que poseen permiso para permanecer a lado y lado de la verja con sus
puestos de bisuterías. Hay centros comerciales y en el corazón –sobre la margen
izquierda, sentido sur norte- el Club Unión, evocación de la burocracia del
Siglo XIX. Al frente los moritos del
Astor y alguien cuenta que ese fue el lugar dilecto de las señoras ricas y sin
que hacer, que en las tardes abúlicas iban a tomar te y tejer punto cadeneta
punto los chismes de la ciudad. El
Bolívar al fondo en el Parque del mismo nombre que le pone fin al Pasaje de
Junín, permaneció esperando y así continua, porque nosotros nos entramos a
Versalles, el café argentino. Allí, unos
tomando cocacola y los otros –como yo- tinto, hicimos memoria de la
caminata. “muy buena… muy rico… no me
había dado cuenta que el Coltejer…”. En fin; tantas cosas suficientes para
comprender, qué tan extraños somos en la ciudad donde vivimos. Hubo besos, abrazos y premura … Yo te llamo, tu me cuentas, pilas con las
fotos … hasta luego. Y, el mar de las
urgencias nos tragó en un oleaje de ocupaciones, para abandonar en ese preciso
instante, nuestro breve rol de paseantes.
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