viernes, 22 de marzo de 2013

Entre el Ferrocarril y Versalles: Breve bitácora de un paseo por la ciudad.



Por Farid Villegas Bohórquez

¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules, como ojos de gringa.
Medellín a Solas contigo. Gonzalo Arango. 

Cuando escucho la palabra bitácora vienen a mi memoria reminiscencias de puertos, radas y rutas adentradas en la mar de un tiempo de infancia.  Recuerdos de José –el abuelo eterno, el marinero, el timonel- con acantilados y tierras que llevaron mi imaginación a la nación de los piratas en que se transformó para ser lo que nunca alcanzó.   Sin embargo ese no es el caso de este relato.  Los ruidos que aquí se escuchan –esas continuidades en las ondas del tiempo- no emergen de los navíos mercantes que atracaron por las radas de Cartagena de Indias. Es, en la prolongación, el ulular grave de la sirena de algún un tren que se aproxima en recuerdo indeterminado.  Sí.  Sólo con ver la locomotora –incólume a los años en su eternidad de hierro- se puede hacer la parafernalia: una ciudad que se empina en los albores del Siglo XX, con los Nuevos cuyos poemas estriden bajo el tinglar de las calderas.  Medellín, despierta y crece en el fulgor de un sol plano hoy a las 8 horas del día 15 de marzo y es 2013.  Alguien –cuenta la postal- cortó de tajo la Estación y dio paso a la muestra.  




De las fisuras hacia occidente, la imaginación construye el mito.  “Era hermosa y de una arquitectura…” Las voces –que a su paso van y vuelven, que se rosan y se cruzan- dan paso a la realidad con fragmentos de historia, con deducciones lógicas o con imaginarios. “Allí estaba… El arquitecto se equivocó en la precisión del panton … Sí, eso los colores, la textura.  Perfecta escultura de gratitud al personaje”.  Mientras tanto; la estatua vertical y panorámica de Francisco Javier Cisneros, pone el índice señalando Occidente.  “Allí y allá… estaba y era como”; La voz académica de Paolo, dribla en los oídos.  Él sabe ir del volumen historiográfico al cuento en la costumbre.  Pero, esta ciudad no tiene otra posibilidad más que pretérito en la diáspora.  Pese a todo, no sucumbe; se puebla la perspectiva rectilínea de Carabobo y es en el sopor de las 9 de –en la mañana aún- un río humano variopinto y con urgencias. 




Las gentes van y vuelven, se cruzan, se detienen, se miran, repelen, se reúsan, se cansan se sientan, se paran y siguen, se engullen, se huyen y se tocan, bordeando a su paso; El Vásquez y el Carré.  1896.  “El arquitecto fue Carré”.  ¿Quién puede vaticinar que suerte de aventura lo trajo a estas estribaciones del sur de América, justo a las crestas de esta ciudad andina?  No lo creíamos. Al norte, siempre al norte y diagonal, ahí estaba prevaleciendo entre moho y la estrechez arquitectónica, el edificio legendario y estomacal. Ha perdido el nombre y la fachada, pero allí, dentro de esos compartimentos, nació Sal de Frutas Lúa.
  Vamos, surge una voz entre el bullicio. Si es verdad, la ciudad no está ahora para tolerar el tiempo, menos para hacer pausa rememorando estampas pintadas de sepia.  A lado y lado del estrecho pasadizo que sirve de avenida peatonal, almacenes y más almacenes.  Las fachadas de las que cuelgan mercancías y gentes que pregonan, no se ven, no existen mientras el ruido crece en el sopor de un bochorno a las 10.  Ese ruido deslizante se apropia y crea otras cotidianidades.  Otra cosa lo fue cuando en 1996 rodó por vez primera el Metro.  ¡Ah!  La cultura metro.  A sólo 10 metros de la Estación San Antonio, la gente es distintas.  Dentro y fuera, dos mundos en oposición.  Acá el ruido, allá dentro la sociedad discreta y un agente de policía que cruza la pasarela luciendo con donaire el uniforme mientras sujeta firme y resuelto su negro bastón de mando. Como ciudades en la coincidencia de tiempos duales y simultáneos la turba va.  Por arriba y por debajo; hasta que alguien, por curiosidad oprime el botón rojo, y el metro se detiene emitiendo un ruido largo como un flato.  La marcha continúa después de unos minutos.  La marcha nuestra por su puesto.  Sucede que ahora somos turistas y de todos los lugares la gente nos ve.   Somos la semblanza de una vez primera, tal vez, para algunos la primera vez que ponemos los ojos en el detalle para dar cuenta de la grieta.  Si, esa ruptura resiente de un pasado que fue apenas y un presente de urbs ambivalente. En el parque de San Antonio, caen nuestras miradas fracturadas sobre el pájaro de bronce.  Poco después del asombro es posible leer los nombres gravados en el frontispicio de la escultura: el golpe supera la palabra y esta se ha hecho sorda en la evocación del ser.  “Murieron aquel día …”.   Alguien pronunció un número y … Eso basta: entre la cifra y el nombre habita la palabra olvido.  Territorio/territorialidad, conflicto y el Medellín de los 90.  La tragedia va de la academia al expresionismo y al final la Ley de Víctimas.  Nada para reparar, los que reparan no están; duermen el sueño eterno de Morfeo en Campos de Paz.  Ahora apresuramos el paso.  El sol pica en la piel, la movilidad se obstruye, el grito en los altavoces, estridencias y más ruido pululan afirmando esto que llamamos vida, mientras vamos por los laberintos de esta metrópoli, hasta El Parque de Berrío.  Pero el Parque no está, en su lugar se levanta la Estación de su nombre y el reloj en el centro, indica las 11.  Como agua y aceite se mezclan el ruido con las guitarras.  Grupos de campesinos bailan al ritmo de carrascas y estribillos, en la parte plana y alta de la plataforma.  Es como si se hubieran traído los pueblos a reinventar su pasado aquí.  Más acá, donde se extingue lo que quedó de parque, está el gravado de la memoria precolombina, homenaje a los primeros habitantes del Valle.  Pero allí, el olor a excremento apesta; porque los paseantes han convertido el lugar en baño público.  A pocos pasos y cruzando por el pasaje de Flamingo –el flamante almacén que fía porque en vos confía- nos detenemos a mirar el mural de la raza antioqueña del maestro Pedro Nel Gómez.  La evocación es como para entender la paradoja de que aquello que la ciudad se traga, el arte lo pone la pared. Después –sólo unos minutos- sucede que la ciudad cambió de nombre: Botero. Al fondo de esta concurrida plaza está el museo antioqueño, que también le llaman Botero.  Todo allí es Botero.  La gorda y el gordo son Botero, las firmas en los bustos de bronce son Botero, La pintura en la pared del Nutibara, es un Botero, Botero ha donado las esculturas y de Botero es la bondad de tener un parque como este, aunque en los billetes con que se pagaron los impuestos para hacer este homenaje a Botero, jamás escribirán nuestros nombres. Por el sendero de Maracaibo, una estrecha calle, subimos –algo extenuados- hasta alcanzar el pasaje de Junín.  ¿Qué puede ser más legendario en Medellín que Junín?  Junín tiene verbo propio y es femenino: “juniniar”, que según la academia del parlache antioqueño significa “mirar vitrinas aunque no haya para con que comprar”.  Por este pasaje, la ciudad está tachonada delicadamente por venteros ambulantes que no deambulan sino que poseen permiso para permanecer a lado y lado de la verja con sus puestos de bisuterías. Hay centros comerciales y en el corazón –sobre la margen izquierda, sentido sur norte- el Club Unión, evocación de la burocracia del Siglo XIX.  Al frente los moritos del Astor y alguien cuenta que ese fue el lugar dilecto de las señoras ricas y sin que hacer, que en las tardes abúlicas iban a tomar te y tejer punto cadeneta punto los chismes de la ciudad.  El Bolívar al fondo en el Parque del mismo nombre que le pone fin al Pasaje de Junín, permaneció esperando y así continua, porque nosotros nos entramos a Versalles, el café argentino.  Allí, unos tomando cocacola y los otros –como yo- tinto, hicimos memoria de la caminata.  “muy buena… muy rico… no me había dado cuenta que el Coltejer…”.  En fin; tantas cosas suficientes para comprender, qué tan extraños somos en la ciudad donde vivimos.  Hubo besos, abrazos y premura …  Yo te llamo, tu me cuentas, pilas con las fotos … hasta luego.  Y, el mar de las urgencias nos tragó en un oleaje de ocupaciones, para abandonar en ese preciso instante, nuestro breve rol de paseantes.

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