martes, 19 de marzo de 2013

Recorrido por Medellín / Marzo 9 de 2013


Por Analida López Gómez


Una re-vista sobre Medellín 

Estar en medio de la ciudad, recorrer sus amplias y concurridas calles bajo la guía del profesor Paolo fue una experiencia novedosa. Estar allí con otros objetivos, no como transeúnte apresurado que necesita hacer tal o cual diligencia, sino con la intención de hacer otro tipo de capturas de la ciudad, me hizo sentir diferente. Constaté cuánta ignorancia tengo sobre mi ciudad, pese a considerarme,  en ocasiones, una atenta observadora de ésta. Vi y aprecié  cosas que no había notado antes.
Detalles, particularidades, historias, anécdotas, observaciones y reflexiones en torno a lo visto generó una sensación grata, aunque por momentos agridulce en torno a las transformaciones de Medellín, las que se han dado y las que posiblemente vienen, pero sobre todo, lo que ello implica en las formas de estar y de habitar esta ciudad que de una u otra forma hace parte de nuestros afectos.





Centro Administrativo La Alpujarra. Gris por doquier, enormidades monstruosas,  apabullantes, abrumadoras. Sensación de indefensión y de  pequeñez. Kafka deambulando por las amplias plazoletas. La justicia dando pasos atronadores e intimidantes, un ente gigantesco a la que nuestra minúscula presencia de ciudadanos comunes y corrientes no alcanza a verle el rostro.
Espacios abiertos que ahogan, que asfixian. No te invitan a quedarte, más bien te repelen y te expulsan. Allá, un intento de jardín, da un ligerísimo toque de naturaleza, tan ligero que se desvanece al voltear la mirada y otra vez el inmenso cemento, inclemente, golpeándote la cara.

                                      


La antigua estación de ferrocarril. Cuánta majestuosidad y dignidad en sus puertas de madera, en sus muebles y en sus acabados. Cuánto respeto y admiración nos inspiran sus techos plenos de detalles. Ante esta visión parece que solo nos queda ofrecer  un profundo silencio.
En un amplio salón de columnas imponentes y hermosas, un recuerdo infantil me asalta insistente, toca fuertemente a las puertas de mi memoria sin que ésta le permita salir. Solo se logra filtrar, con dificultad, el bullicio, algunos rayos de sol y muchas personas. Es muy temprano. La muchedumbre que va y viene. Casi siento la mano de mi madre (sí, ha de ser ella, no puede ser sino ella) sujetándome fuertemente. Teme que me extravíe en medio de la multitud. No veo a quien tiene en la otra mano. ¿Dónde están mis hermanos? No los veo, tampoco a mi padre. Pero sé que él está allí. De otra manera no habría mi madre salido, no se le tiene permitido, es una mujer casada y muy decente. 


                                      

Allí estaba  la ventanilla. Me atrapa por unos minutos. No puedo dejar de mirar ese arco metálico. Estoy  absolutamente absorta.  Invoco a los muertos, esas manos, miles de miles, por décadas, entregando billetes arrugados y mugrientos, monedas, muchas monedas, manos  recibiendo un tiquete. Escucho reclamos, gritos. Veo gestos alterados, sonrientes y oigo muchas “gracias” en todas las tonalidades, en todos los colores, de todas las procedencias. Seguramente las manos de mi abuelo tocaron esta ventanilla, Pablo se llamaba, amigo de viajes y aventuras, de mujeres y aguardiente. Por acá abuelo hubiste de pasar muchas veces. Te imagino con tu imponente presencia intimidando con tu mirada a todos, especialmente a ella, a la que fue mi abuela, la sufrida Ana de quien heredé su nombre, solo su nombre…espero.




El vagón allí guardado custodiado, entre rejas ,como un semiespiritu de la época, un poco inverosímil. Está tan bien puesto, tan bien lustrado, que da por pensar que es un fraude, una mala copia de de lo que pretenden enseñar a los visitantes. Como una niña con su vestido de primera comunión en medio de un parque de diversiones.
Me alejo alcanzando a ver la campana, imagino su sonido anunciando que el tren está a punto de partir, como nosotros.







Un príncipe ha perdido su zapato. Estaba en un baile y hubo de salir de prisa pues el último metro iba a dejarlo. Hubo de salir de prisa porque habían llegado por él unos chicos malos para cobrarle lo que les debía. Hubo de salir de prisa, porque ya no tenía nada en los bolsillos para pagar su último trago de licor. Porque era el cumpleaños de María y lo esperaba para ir juntos a comer chuzo de dos mil en la estación Hospital. Ella iba a invitar, no importa, solo porque sabe que él ahora está muy mal. La próxima pagará él.

1 comentario:

  1. Vea pues. Apenas me enteré que escribiste y, no te halago, me parece un escrito ilado, completo, argumentado, sentido.

    Sobre todo lo relacionado con la antigua estación del ferrocarril me trae el recuerdo de las veces que, tal vez sin haber ido a la Estación Cisneros (como se llamaba), nos encontramos con otros y otras para viajar hasta Virginias.

    Bueno...

    Builes

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