Por Analida López Gómez
Una
re-vista sobre Medellín
Estar
en medio de la ciudad, recorrer sus amplias y concurridas calles bajo la guía
del profesor Paolo fue una experiencia novedosa. Estar allí con otros
objetivos, no como transeúnte apresurado que necesita hacer tal o cual
diligencia, sino con la intención de hacer otro tipo de capturas de la ciudad,
me hizo sentir diferente. Constaté cuánta ignorancia tengo sobre mi ciudad, pese
a considerarme, en ocasiones, una atenta
observadora de ésta. Vi y aprecié cosas
que no había notado antes.
Detalles,
particularidades, historias, anécdotas, observaciones y reflexiones en torno a
lo visto generó una sensación grata, aunque por momentos agridulce en torno a
las transformaciones de Medellín, las que se han dado y las que posiblemente
vienen, pero sobre todo, lo que ello implica en las formas de estar y de
habitar esta ciudad que de una u otra forma hace parte de nuestros afectos.
Centro
Administrativo La Alpujarra. Gris por doquier, enormidades monstruosas, apabullantes, abrumadoras. Sensación de
indefensión y de pequeñez. Kafka
deambulando por las amplias plazoletas. La justicia dando pasos atronadores e
intimidantes, un ente gigantesco a la que nuestra minúscula presencia de
ciudadanos comunes y corrientes no alcanza a verle el rostro.
Espacios
abiertos que ahogan, que asfixian. No te invitan a quedarte, más bien te
repelen y te expulsan. Allá, un intento de jardín, da un ligerísimo toque de
naturaleza, tan ligero que se desvanece al voltear la mirada y otra vez el
inmenso cemento, inclemente, golpeándote la cara.
La
antigua estación de ferrocarril. Cuánta majestuosidad y dignidad en sus puertas
de madera, en sus muebles y en sus acabados. Cuánto respeto y admiración nos
inspiran sus techos plenos de detalles. Ante esta visión parece que solo nos queda
ofrecer un profundo silencio.
En un
amplio salón de columnas imponentes y hermosas, un recuerdo infantil me asalta
insistente, toca fuertemente a las puertas de mi memoria sin que ésta le permita
salir. Solo se logra filtrar, con dificultad, el bullicio, algunos rayos de sol
y muchas personas. Es muy temprano. La muchedumbre que va y viene. Casi siento
la mano de mi madre (sí, ha de ser ella, no puede ser sino ella) sujetándome
fuertemente. Teme que me extravíe en medio de la multitud. No veo a quien tiene
en la otra mano. ¿Dónde están mis hermanos? No los veo, tampoco a mi padre.
Pero sé que él está allí. De otra manera no habría mi madre salido, no se le
tiene permitido, es una mujer casada y muy decente.
Allí
estaba la ventanilla. Me atrapa por unos
minutos. No puedo dejar de mirar ese arco metálico. Estoy absolutamente absorta. Invoco a los muertos, esas manos, miles de
miles, por décadas, entregando billetes arrugados y mugrientos, monedas, muchas
monedas, manos recibiendo un tiquete.
Escucho reclamos, gritos. Veo gestos alterados, sonrientes y oigo muchas “gracias”
en todas las tonalidades, en todos los colores, de todas las procedencias.
Seguramente las manos de mi abuelo tocaron esta ventanilla, Pablo se llamaba,
amigo de viajes y aventuras, de mujeres y aguardiente. Por acá abuelo hubiste
de pasar muchas veces. Te imagino con tu imponente presencia intimidando con tu
mirada a todos, especialmente a ella, a la que fue mi abuela, la sufrida Ana de
quien heredé su nombre, solo su nombre…espero.
El vagón allí guardado custodiado, entre rejas ,como un semiespiritu de la época, un poco inverosímil. Está tan bien puesto, tan bien lustrado, que da por pensar que es un fraude, una mala copia de de lo que pretenden enseñar a los visitantes. Como una niña con su vestido de primera comunión en medio de un parque de diversiones.
Me
alejo alcanzando a ver la campana, imagino su sonido anunciando que el tren
está a punto de partir, como nosotros.
Un príncipe
ha perdido su zapato. Estaba en un baile y hubo de salir de prisa pues el
último metro iba a dejarlo. Hubo de salir de prisa porque habían llegado por él
unos chicos malos para cobrarle lo que les debía. Hubo de salir de prisa,
porque ya no tenía nada en los bolsillos para pagar su último trago de licor.
Porque era el cumpleaños de María y lo esperaba para ir juntos a comer chuzo de
dos mil en la estación Hospital. Ella iba a invitar, no importa, solo porque
sabe que él ahora está muy mal. La próxima pagará él.
Vea pues. Apenas me enteré que escribiste y, no te halago, me parece un escrito ilado, completo, argumentado, sentido.
ResponderEliminarSobre todo lo relacionado con la antigua estación del ferrocarril me trae el recuerdo de las veces que, tal vez sin haber ido a la Estación Cisneros (como se llamaba), nos encontramos con otros y otras para viajar hasta Virginias.
Bueno...
Builes