sábado, 9 de marzo de 2013

Bienvenidos a este viaje


Marzo 9 de 2013

¿Qué mejor lugar para iniciar nuestra bitácora urbana que la antigua Estación Medellín? La ausencia de hojas en un lugar que ostenta el título de la eterna primavera, da fe de la mano del hombre en el transcurrir del tiempo. Lo que otrora era el Ferrocarril  ahora es una pieza de museo. Y el número 25, marcado en ese vagón negro lustrado por manos que no vemos, es el único vestigio de lo que en el pasado, fue progreso. Gracias al tranvía, Medellín tuvo acceso a dos puertos marítimos y nuestra gente pudo viajar a Europa. El comercio textil pronto floreció y familias belgas e italianas, también migraron a nuestras tierras. Los costos internos de los productos por concepto de transporte disminuyeron y la economía creció significativamente. Los artesanos se hicieron obreros y nuevos emplazamientos urbanos tuvieron lugar. 



Ahora los muros exhiben sus cicatrices como Patrimonio y la rama legislativa que tiene su oficina a contados pasos se ocupa de todo menos de sus heridas. ¿Qué sería de nosotros si no hubiéramos defendido el ferrocarril en lugar de escuchar a las corbatas que se encargaron de llenar nuestros oídos de asfalto? Entonces no puedo evitar recordar a Waterloo y la incomparable sensación de tomar un tren: el sonido de los vagones contra los rieles, el canto del viento frente a una sucesión de postes, el cuerpo inclinado hacia adelante y casi gravitacionalmente perdido en cada estación. Espero no me malinterpreten. Es sencillo, nunca será lo mismo montar en metro, que tomar un tren. El metro te hace mirar hacia el lado cuando el recorrido es hacia el frente. Te cuelga de un tubo imitando a un bus y sus estaciones por lo general son lugares muy concurridos, de mucha afluencia. No ocurre lo mismo con el tren. Su intención pareciera se otra: conectar lo distante. Es así como una mujer de capa roja se baja en una estación con escasa luz. Sin casas a los lados, con guantes en las manos y el firme paso de quien está cerca de llegar a casa.  En el tren miramos hacia al frente,  y los que pueden, hacia atrás; y digo los que pueden porque algunos nos mareamos. Es como quien mira al futuro anclado al pasado -o viceversa-.

El presente nos transporta en buses, autos o taxis y el tránsito es en realidad tan rápido que ya no nos detenemos a mirar los muros, ni siquiera respondemos la mirada del taxista por el retrovisor. El espejo entonces, es imprescindible pero para conducir, es un referente espacial que nos permite: no chocar. No chocar cuando lo ideal sería colisionar más. Que mi hombro toque tu hombro y no tenga que decir: perdón. ¿Cuándo aprendimos a disculparnos por tener contacto? Utópico o heterotópico, el espejo siempre está. ¿Qué nos está señalando?
   

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