Por Analida López
Nuestra existencia transcurre entre los objetos. Algunos útiles, muchos más, inútiles.
Objetos-mercancía resultados de fabricación en serie; con máxima tecnología, con
minima mano de obra. Otros, más rústicos, más “naturales” más cercanos a los humanos,
a sus dedos, a sus miradas, a sus sueños. Se vienen trayendo a cuestas sus historias.
me gusta sentarme a escucharlas. A ellos nos apegamos con un afecto inequívoco. Les
impregnamos cierta personalidad. Ellos nos hablan , tienen mucho para contar. A ellos
recurrimos cuando estamos tristes o nostalgicos. Son esos objetos en los cuales el paso del
tiempo hacen algo especial. No solo adqieren más belleza, también adquieren dignidad. Es
su estar allí, esa presencia infaltable, ese testimonio del permanecer el que nos maravilla.
Pero hay otros objetos que nos acerca más a nuestra esencia, aquellos que la naturaleza nos
regala, que nos están recordando siempre nuestra efímera estadía en el planeta, de dónde
venimos, lo que somos, y quizá hasta nuestro destino final. Son esos objetos hermosos que
hallamos a nuestro paso por la tierra. La tierra y sus ofrendas : las piedras, las hojas secas,
los caracoles que arroja la marea a la playa, las semillas, sus colores y texturas, las raices
secas. Atrevidos, los tomamos para hacerlos parte de nuestra vida cotidiana. Ellos amables
se dejan llevar y tener. No piden nada. Están allí ofreciendonos su maravillosa presencia.
Su inspiradora, reconfortante y cálida presencia.
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